Salvador Sáenz

2017-05-31

A una determinada edad, en asuntos del corazón, deseamos a la persona perfecta (suele ser después de los treinta): adoptamos una actitud pesada, perfeccionista, idealizada, mamona, donde no hay lugar a la negociación. Para permitirnos salir con una persona, nos tiene que gustar. Es el primer filtro. Y una vez que concedemos una cita, empieza el escrutinio a todo lo que da: ¿nos gusta su vestimenta, es educada, es trabajadora, tiene estudios, viene de buena familia, tiene gatos, le gustan los tatuajes? Si un detalle no nos gusta, por mínimo que sea, salimos corriendo. Lo borramos de las redes sociales, cortamos los mensajitos, y adiós. No queremos perder el tiempo; el que sigue. Qué flojera comenzar de cero, y más cuando esa persona no cumple con todos los requisitos que buscamos en alguien. Al primer enojo o malentendido, a la chingada. ¿Para qué batallar? Ya no estamos para eso. Ya fuimos adolescentes e ingenuos: nos ilusionamos, nos rompieron el corazón, creímos en alguien, nos lastimaron, fuimos traicionados, quemamos las cartas de amor, lloramos en el hombro de un amigo que estuvo ahí para consolarnos, nos emborrachamos, llevamos serenata, volvimos a sufrir, volvieron a jugárnosla. ¿Volver a eso? Qué hueva. Eso va bien con las colegialas. Con nosotros ya no.

En ese sentido, la soledad prolongada causa estragos en uno. Nos vuelve fríos. Nos aisla. Nos hace cada vez más egoístas. La libertad nos ha caído tan bien, que el precio por “perderla” se torna caro: Si alguien quiere llevársela; si está dispuesto a que ya no salgamos los fines de semana al antro con los amigos (para estar con ella), que hagamos las actividades personales, o simplemente, que nos obligue a bañarnos los fines de semana para comer fuera, donde normalmente la pasamos en pijama todo el día, viendo Netflix o pendejeando en Internet, tendrá que pagar muy bien. Porque, imagínense, le damos la oportunidad a alguien, a sabiendas que nos costó un huevo vencer la apatía, ¿para que encima salga con una pendejadita? Ni madres. Así estamos bien.

Sólo que nos equivocamos. Estamos actuando mal. Y ponemos pretextos de todo tipo: “no estoy interesado en este momento en una relación seria”, “mi trabajo no me lo permite”, “no tengo dinero para poder llevar un noviazgo bien”, “ahorita estoy enfocado totalmente en mis hijos”, etc. Todas ellas podrían ser válidas. Pero a veces nos engañamos. Lo que ha ocurrido es que hemos blindado el corazón. Tenemos miedo. Nos da pavor volver a engancharnos. Pero en realidad no le sacamos a sufrir nuevamente, sino a perder nuestra zona de confort. Ya lo dice una estupenda canción de Noel Nicola, Huyendo del amor: “Nos esforzamos inútilmente / tratando de huirle al amor. / Si nos amamos, ¿por qué evitarlo? / ¿Por qué buscarle solución?” Y esto mismo ocurre: Cuando nos enamoramos, lo vemos como un problema y buscamos cómo desafanarnos en seguida, antes de que sea demasiado tarde. ¿Pero por qué?

Amar implica sacrificio. Tenemos que ceder en algo. Pensamos erróneamente que no deberíamos cambiar ningún aspecto de nuestra personalidad para estar con alguien; de lo contrario, “no sería amor”. Pero no. Para amar, tenemos que tolerar. Resistir. Aguantar vara. La otra persona va a tener decenas de defectos, y al mismo tiempo, nos pedirá (de manera explícita o inconscientemente) que cambiemos algo en nosotros, porque no le gusta o le hiere. Y vamos a tener que hacerlo (si esto no implica, claro, atentar con nuestra propia esencia); y en momentos así, sentiremos un odio secreto por ese ser, que tanto nos está “jodiendo la vida”. Pero de eso se trata el amor. No es otra cosa. Es chingarse. Es llegar a acuerdos: Por supuesto, hay que tener sentido común. Uno debe poner las cosas en una balanza y ver si se inclina del lado de la felicidad. Tampoco se trata de convertirse en mártires. Se trata de sentirse bien, realizados, contentos, amados. Y claro, el enamoramiento es una parte importante en el proceso de una relación de pareja, y la que deja, quizás, los recuerdos más memorables. Pero hay que estar conscientes de que no todo el tiempo habrá miel y eso no debe decepcionarnos.

No nos hagamos tontos, no queremos quedarnos solos en esta vida. Nadie quiere llegar a viejo y no tener a alguien a su lado. Por eso, si se ha hallado a una persona y se tiene una buena corazonada sobre ella (el destino, la vida, Dios, como quieran llamarle, siempre nos dan señales certeras), hay que arriesgarse, darse la oportunidad, poniendo a la paciencia como bastión y no salir huyendo a la primera falla o desilusión que aparezca: una relación, para que se consolide, debe hacerlo a través del tiempo y las experiencias, teniendo que pasar, por lo menos, un año para conseguirlo; y en ese lapso, se tendrán los elementos suficientes para ver los claroscuros, la verdadera esencia de una persona. Entonces decidiremos. Olvidémonos de los cuerpos bonitos, de las caras hermosas: si nos atrae alguien, que sea en su totalidad, en todos los ámbitos y no sólo una parte; tampoco seamos superficiales.

Y una vez en el camino, entreguémonos y seamos felices. Vendrán tiempos de calamidad, pero para eso son. Para forjar el espíritu y carácter de una pareja. Superémoslo juntos, tomados de la mano. Vale la pena. De otra manera, nunca podremos saber si en un “no” prematuro, podemos estar dejando ir al verdadero amor de nuestra vida.

Procrear un hijo es egoísta

2016-09-22

Para no caer en malos entendidos y me acusen de inconsecuente, les contaré por qué considero egoísta el acto de traer un hijo al mundo. No piensen que estoy afirmando que ser padre o madre sea malo. No. Detengámonos mejor un momento en el ser que aún no nace y preguntémonos, ¿querría existir? ¿le apetece tener una vida para gastarla en este cruel planeta? Es una cuestión muy compleja que tiene implicaciones tremendas; pues, imaginemos, ¿por qué lo estamos haciendo? ¿Por qué queremos aferrarlo a la vida sin su consentimiento? ¿Tenemos verdadero “derecho” de traerlo al mundo? Si lo pensamos de manera muy sensata, sin dejarnos arrastrar por cuestiones religiosas o biológicas propias del caso, llegaremos a la conclusión de que no, no tenemos ningún derecho porque, a final de cuentas, ¿quiénes somos nosotros para otorgarnos semejante facultad? Nadie.

Nos creemos especiales. Imaginamos que somos los favoritos de Dios, que ha creado un universo entero tan sólo para nosotros, sin más vecinos cósmicos que los que habitan este pequeño mundo. Y eso nos da ciertos privilegios: el libre albedrío, el completo dominio frente a las demás especies y el uso indiscriminado de los recursos. Todo cuanto existe en la Tierra nos pertenece, incluso la vida misma. Por eso, nuestro desproporcionado ego nos dice que tenemos derecho a seguir poblándolo, de manera implacable. Pero no debería ser así. Estamos teniendo a nuestros hijos por una razón equivocada. Pero volvamos a la pregunta que nos ocupa: ¿Un ser humano puede por sí solo decidir si quiere existir? Es imposible saberlo, al menos no hasta que adquiera consciencia, y eso no ocurrirá sino hasta que cumpla algunos años, quizá en la adolescencia, ya demasiado tarde para dar marcha atrás, puesto que si opta por no tenerla, podría quitársela él mismo, valiéndose, ahora sí, de un derecho legítimo, por el cual sería cuestionado injustamente por la sociedad, si se atreviera a realizarlo. Y es que no podemos saber qué ocurre en la “existencia” de un ser humano momentos antes de su concepción, así como los científicos no pueden teorizar sobre los segundos previos al Big Bang. Para intentar determinarlo, tendríamos que entrar a los terrenos espinosos de la filosofía y la especulación (sonó como a eyaculación, muy ad hoc para el tema que nos atañe).

Muchas veces se habla de que hay que estar preparados económica y emocionalmente para ser padres, y creemos, ingenuamente, que ya con que tengamos un buen trabajo y una casa, eso nos acredita para poder tener hijos. Pero eso es falso. Tampoco lo determina una edad precisa. La cuestión más bien es, ¿están preparados ellos para nacer? El mundo en el que vivimos lo hemos corrompido, eso nadie lo deberá ignorar a estas alturas: superpoblación, contaminación, violencia, injusticias, pobreza, etcétera; ya no hay espacio para uno más, sin embargo, eso no nos detiene, ahí vamos de necios, teniendo más criaturas, dejándolas muchas veces a la buena de Dios, porque hay tanta gente inconsciente que no se pone a planear, ni se hace responsable de sus actos, dejando a tantos niños en la miseria, en las calles, donde se ganan unos pocos pesos a cambio de una infancia perdida. Porque hay tantas razones sensatas para no tener hijos, que enumerarlas aquí sería una tarea vana. Pero tampoco seamos pesimistas. Lo que trato, en este pequeño momento de reflexión, no es hacerlos desistir de su propósito (si es que quieren tener la dicha de ser padres), sino más bien intentar que comprendan las implicaciones que tiene serlo. Y es que, aceptémoslo, estamos peor que el mundo animal, porque la naturaleza es sabia y suele mantener un equilibrio; pocas veces se han visto en el planeta superpoblaciones de una determinada especie. En cambio nosotros ya nos pasamos. En este sentido, quizá alguien también podría decir que la decisión de un ser humano de querer nacer la demuestra ganando la carrera por la fecundación, cuando fue esperma, pues ganó una batalla imposible contra millones de contendientes; pero tampoco: fue sólo una labor instintiva del tepocatito veloz, que nada tuvo que ver con una consciencia como tal.

Entonces, ¿por qué siguen naciendo millones de seres humanos en el mundo y con qué objeto? La razón es muy sencilla: porque, literalmente, se nos hinchan los huevos. Porque es un deseo personal. Porque pensamos en nosotros mismos primero. Porque deseamos que esa criatura nos haga felices, nos alegre la vida, nos otorgue un sentido y venga a renovarnos la esperanza. Y una vez asumido este acto egoísta, debemos compensarlo. Debemos crear las mejores condiciones para que esa pequeña personita se sienta plena y se desarrolle en todos los sentidos. La trajimos a la fuerza, no lo olvidemos nunca, para nuestro propio regocijo, y es obligatorio hacerle la vida lo más llevadera posible. No importan los sacrificios o retos que tengamos que enfrentar: verla crecer, ayudarle a ser mejor que nosotros inclusive, educarla y amarla sin condiciones, deben ser el principal motor que nos impulse a llevarla por el buen camino. Se lo debemos.